Me llamo Samuel y soy lamanita
Yo Samuel, os digo que se puede estar muerto y no saberlo.
Yo lo estaba. El odio hacia los nefitas devoró mi alma como el jaguar a un cordero. Dia tras día, mi rebaño vagaba tras de mí por los campos mientras yo rumiaba un dolor pardo y reseco. Nada en la tierra de los vivos me hacía olvidar a mi amada Itzayana y mi pequeño Itzae y ansiaba una tumba como el caminante el descanso.
La hierba que antes refrescaba mi alma, empujada por un aliento extraño, se inclinaba hacia mí traspasandome como dardos, trayendo a mi memoria los pequeños pies de Itzae correteando sobre ella.
Mis latidos solo enviaban tristeza a mi cuerpo y mis venas conducían el rencor de mi alma hasta cada poro. Mi semblante ajado y amargado resplandecía en la noche con la luz rojiza de la venganza.
Una noche, mientras dormitaba junto a la hoguera, escuche una voz que me llamaba. ¡Samuel!
No era voz de hombre, las conozco. Era una voz poderosa como de cascada de ríos, suave como de brisa entre árboles, hermosa como Itzayana llamando a mi hijo. Me calmó como al sediento que bebe del arroyo, o como la risa de Itzae al despejar mis temores igual que el viento las nubes.
Entonces mi fuego se apagó y mi ira con él. Me revolví dentro de mí porque un hombre cuya mujer e hijo han sido asesinados, no debe permitir que su odio muera también. Intenté recuperarlo, avivarlo, pero no pude, ya no estaba y lloré por perder lo único que me quedaba, mi único refugio.
Cuando se secaron mis lágrimas, la voz que me hablo dijo que era el Dios de mis padres, el que hizo los ríos, la hierba y las nubes, el que soplaba entre los árboles. Me dijo que él también perdió muchos hijos y me mostró sus lágrimas, eran como ríos que inundaban el cielo.
Me conto de su amor por sus ovejas y me llamó para traerle a las perdidas. Por eso, dejé las mías y me dispuse a cumplir su mandato. Pero entonces mi alma, ya era ligera como una pluma y mi corazón limpio como el maíz temprano.
Sí, la voz me llamó para ir a Zarahemla, a esos nefitas que me quitaron la mirada de mi dulce Itzayana y la risa de mi pequeño Itzae.
Nicte
Cuando llegaba a casa uno de esos días con una herida en la cabeza, se sentaba serio y reservado mirando a la pared, inmóvil. Yo me acercaba y restañaba sus heridas sin pronunciar palabra. Observaba en su rostro las lágrimas temblorosas a punto de desbordar su párpado, pero al darse cuenta, mi valiente hermanito sonreía y me contaba cómo huyeron sus atacantes. Siempre aferrado a su caña como lanza, cuando era su baston oculto. Siempre a mi lado con su andar torcido y gesto esforzado. En su infancia solitaria me tuvo de horizonte para su vista y de refugio para su alma.
Kinich era incapaz de ofender a nadie, no concebía la venganza ni el rencor. Su dolor estaba sin anudar, desligado a cualquier respuesta. Era un dolor limpio como el sudor del trabajo honrado, ese que se derrama en grandes gotas y no como el causado por la perfidia, grasiento y pegajoso. Su inocencia producía un sonido dentro de mi pecho, como un ¡dumm! que me conmovía y se extendía por mis coyunturas haciéndolas visibles mediante un temblor.
Clamaba en alta voz.
«Pero he aquí, la resurrección de Cristo redime al género humano, sí, a toda la humanidad, y la trae de vuelta a la presencia del Señor.» (1)
Yumil
Soy Yumil, mi nombre significa dueño, pero entonces solo era dueño de mi arte. Cantaba y tocaba la flauta en las ceremonias religiosas, entierros y celebraciones de los poderosos. Cuando preguntaba a mis padres por qué me llamaron Yumil, hacían por recordar durante unos instantes y por respuesta me daban tareas que hacer. Así que deje de preguntar.
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra como heredad» (4)
Al recordar a ese joven, que iba a enfrentarse a un destino dramático por nuestra causa, puedo decir que me convertí en otro Yumil, esta vez dueño, sí, dueño de su nombre.
El lamanita saltó y lo perdí de vista. Corrí todo lo que pude fuera de la ciudad. Solo encontré a Nicte con algo de fruta y pan.
Yunuen
Soy Yunuen, soy un guerrero, oficial de las tropas de Zarahemla. He visto correr mucha sangre entre mi pueblo y he derramado la mía en su defensa. La ternura con que me crió mi madre desapareció hace mucho tiempo endurecida por las cicatrices de la guerra. Las sonrisas y los sentimientos tiernos eran como el zumbido de moscas a mi alrededor. En el año 86 del gobierno de los jueces recibí orden de expulsar a un tal Samuel, un lamanita que vino a predicar sobre Jesús. Para mí fue una molestia ser interrumpido en mi almuerzo para esa simpleza, pero estaba de guardia, así que envié a mis hombres y ellos se ocuparon de que no molestara más.
Al día siguiente me enteré que, el tal Samuel predicaba desde la muralla Sur, en el mercado de algodón. Ese día estaba de guardia Iktan, así que me acerqué por curiosidad para ver cómo se desenvolvía ese principiante engreido.
Cuando llegué Iktan y sus hombres eran incapaces de derribar con sus flechas y sus piedras al tal Samuel, desde una distancia inferior a cuarenta codos. Mientras ocurría esto, el lamanita profetizaba nuestra destrucción. Me llené de ira, fui hacia Iktan y le quité su arco, el mirándome, bajó la vista. Revisé la cuerda y tomé un dardo después de comprobar su hechura y equilibrado.
Antes de ser oficial en el ejército fui cazador, mi padre me obligó a endurecer las yemas de mis dedos y a soportar la tensión del arco en mi cuerpo de niño durante horas. Ahora se presentaba una oportunidad de humillar a Iktan y no iba a desaprovecharla.
El dardo que escogí, era de punta reforzada, para atravesar escudos. Viendo la complexión del lamanita, el impacto lo levantaría dos palmos del suelo, lo atravesaría hasta la mitad del astil. En un solo movimiento, coloque la flecha y tensé la cuerda. El brazo izquierdo, la espalda y el codo derecho eran una sola línea, como había practicado desde joven. Llevé la cuerda al mentón y con un movimiento de espalda aprendido de mi padre, añadí más tensión. Él me enseñó a soltar la flecha no con los dedos sino relajando la mano al expirar.
Con rabia puse en la punta de esa flecha toda mi decepción, mi desesperanza al no encontrar la gloria ni la dicha que buscaba. Los altos ideales de la juventud se marchitaban en lo grosero de las formas y mi espíritu languidecía bajo mi doble coraza.
Coloque en esa punta el zumbido oscuro que me acompañaba siempre, el que estaba a tres dedos debajo del esternón, si, esa muerte lenta de mi ánimo que poco a poco me consumía desde que abandoné la infancia.
Y ahora venía por segunda vez ese lamanita a proclamar la destrucción de aquello por lo he había luchado toda mi vida.
Mi mano soltó mis dedos y estos la cuerda.
«Así pues, recordad, recordad, mis hermanos, que el que perece, perece por causa de sí mismo; y quien comete iniquidad, lo hace contra sí mismo; pues he aquí, sois libres; se os permite obrar por vosotros mismos; pues he aquí, Dios os ha dado el conocimiento y os ha hecho libres.» (5)
El tiempo se detuvo y pude ver como el dardo enfilaba recto hacia el corazón del lamanita. Un cordón invisible iba desde mi pecho atado a la pluma guía del astil. La acompañé en el recorrido con toda la amargura de mi alma atada a ella, anhelando arrancarla de mí como una mala raiz. Ese, mi dolor, siempre inacabado capaz de atravesar piedras.
Lo pude ver, no sé cómo, pero vi doblarse el astil hacia la derecha de Samuel, a cuatro o cinco codos. No hay un poder en esta tierra capaz de hacer eso con un disparo así. Se hizo el silencio a mi alrededor. Ví a Iktan mirarme incrédulo y volverse gritando a los hombres para subir a la muralla, pero no lo escuché. Todo era lento y apagado en mi entorno.
Y entonces pude notar el desgarro en mi alma causado por un dardo invisible que me atravesó. Al escuchar el que perece, perece por causa de sí mismo, vinieron a mí las palabras de mi madre.
Y entonces, se aflojaron mis rodillas y no me sostuvieron. Y entonces escuché un crujido en mi pecho, atravesado por algo vibrante.
Y mi corazón se derramó como agua dentro de mí, y acudieron las palabras de mi infancia acerca de esos dos mil, de su fe y su valentía. Y tomaron posesión de mis dominios allá en mi interior, cayeron mis torres y rompieron mis defensas.
Y me dí cuenta de la muerte lenta que me infligía a mí mismo. Recordé con dolor mi desprecio juvenil por la ternura de mi madre, por su mirada humilde, y recordé el nombre de Jesús pronunciado por sus ojos y tallado en sus labios.
Yo Yunuen, príncipe del agua, vi cómo Samuel salto de la muralla. Igual que la pupila de un gran ojo, se cerró la mirada sobre mí. Igual que la última palabra desaparece en los labios cerrados.
Cuando me levante note que el zumbido oscuro bajo mi esternón, esa muerte lenta de mi alma ya no estaba. En su lugar notaba un aleteo, como el de un pajarillo que soltamos del hueco de nuestra mano.
Corrí fuera de la ciudad, al otro lado de las murallas, pero solo encontré a una muchacha con un cesto de pan y frutas y a su lado alguien vestido de forma llamativa.
Yo Samuel el lamanita, vuelvo a casa
Yo Samuel os digo que el hombre puede volver de la muerte. Y recuperar la vista para ver la hierba fresca. Y sentir el vigor que recibe el alma de los frutos de la tierra, tanto para agradar la vista como para alegrar al corazón. Para vigorizar el cuerpo y animar el alma.
He cumplido con el mandato de mi Dios. Cuando me acercaba a la ciudad y la vista de las murallas de Zarahemla quemaban mi alma como hierro al rojo, él sopló en mi quemazón. Cuando ponía en mi corazón las palabras para decir, éstas hacían subir vapor de mi alma como agua vertida en piedra candente. Aun así me untó con bálsamo. Cuando aquellos a quienes declaraba sus palabras traían a mi memoria los que se llevaron a los míos, entonces me encomendaba a sus tiernas misericordias, solo ellas podían consolarme.
Cuando acabé la misión en la ciudad, me descolgué por la muralla sur y me encaminé hacia mi tierra. Volví la mirada a Zarahemla por última vez. Pude divisar a tres personas, una muchacha con una cesta, un soldado y…a un artista. Los saludé con la mano pero no me vieron. Ya no sentía resquemor, mi herida estaba sanada.
Quisiera saber si hay un libro con todos estos relatos tan hermosos .
Este en especial me encanto lo voy a leer en la noche de hogar.
Hermoso, conmovedor, inspirador, emocionante…y me dio un corazón nuevo y volví a andar en el mundo de los vivos…
Quien está detrás de esos nombres en El Libro de Mormón?. Son personas con su historia igual que nosotros.
Gracias por visitar teancum