Por Rafael Padilla
La navegación del alma en la vida, requiere de instrumentos espirituales así como el sextante ayuda al navegante que no ve la costa
Desde los tiempos primeros en los que el hombre se aventuró a desplazarse sobre las grandes aguas del mar y de algunos ríos, uno de sus principales objetivos fue el aprender a ir de un lugar a otro, sabiendo dónde estaba, a dónde quería llegar y cómo hacerlo. Así es también con la navegación del alma.
Estaban también otros problemas, como la propulsión de la nave –a remo o a vela primero, a vapor y a motor mucho más tarde– o el del estado de la mar, que podía llevar a pique a naves poderosas, así como otros muchos, como el de la construcción de la nave de la forma más adecuada para desplazarse por donde se deseaba; pero el de la navegación, esto es el saber como ir de un sitio a otro sabiendo dónde se estaba en todo momento– fue uno de los problemas primordiales y uno de los que más tardó en resolverse.
Quisiera proponer al lector un pequeño ejercicio: Imaginemos que, en un mar en calma en una soleada mañana, estamos en la cubierta de un navío de vela, completamente equipado, no demasiado grande, al que no estamos haciendo desplazarse. Sopla una levísima brisa y nuestro velero no parece moverse sobre las aguas.
La costa no se divisa
Pero hay un detalle más: estamos en alta mar. Esto es, la costa no se divisa. Miremos a dónde miremos, solo vemos un horizonte claro, en cualquier dirección, sin referencia alguna. Además, no sabemos dónde estamos, lo cual no contribuye a mejorar las cosas. “Si tan sólo estuviésemos lo suficientemente cerca de la costa” –pensamos– “podríamos enfilar la proa de la nave a ella y navegar hasta allá con seguridad (1) para poder preguntar a alguien…” Pero no es ese el caso: Estamos en el medio del mar, sin saber nada, sin hacer nada, sin poder ver nada…
El arte de navegar
Antes de proseguir, podemos considerar al arte de la navegación como una analogía del estado de nuestra propia existencia. Todos sin excepción, en algún momento de nuestras vidas, nos sentimos como si estuviéramos en la cubierta de una pequeña nave, rodeados de horizonte nada más, preguntándonos el qué hacemos allí, en dónde estamos y cómo llegar a alguna parte. En momentos como ese, como el navegante involuntario de nuestra historia, nos sentimos desolados y perdidos y es muy probable que no sepamos el qué hacer. Después de todo, el que desea navegar tiene que aprender cosas, cosas que nosotros no sabemos, si quiere que le den los permisos necesarios; pero a nosotros, parece que nos han dado hasta la nave ya y se nos ha dejado solos, solos en el medio del mar.
Con este estado de cosas, algunos abandonan; otros toman rumbos extraños y desconocidos que podrán llevarlos a sitios más extraños aún. Quizás otros se aventuren poco a poco y acaben navegando en círculos sin saber que lo hacen, al carecer de puntos de referencia por los que guiarse. Por último, queda la opción que tal vez pueda parecernos más extraña: aprender a navegar, tal vez de forma rudimentaria al principio, pero ganando seguridad a medida que practicamos la navegación. Por supuesto que tendremos que aprender bastantes cosas antes de pensar en desplazarnos –una cosa es navegar una nave y otra distinta pilotarla adecuadamente– pero tenemos todo el tiempo que nos haga falta.
Navegando por la fe
Después de todo, al nacer, no hablábamos, no pensábamos, no andábamos, no controlábamos nuestro cuerpo, ni sabíamos leer o escribir, ni conocíamos nada del mundo, de la vida o del universo; ni siquiera éramos capaces de plantearnos estas mismas cuestiones.
Pero si mirásemos ahora, formados, educados, entrenados y capaces de hacer muchas cosas que al principio no podíamos.
Tal vez… Tal vez, haya que ejercer la fe. ¿La fe? ¿En qué? Incluso el más descreído y menos creyente sabe que cuando no se tiene nada o no se sabe nada de algo que nos resulta vital, hay que asumir riesgos, tomarlos y tener la fe necesaria para creer que podremos salir adelante. Esa fe, al menos. En este asunto, tener fe de que podremos aprender algo que nos permita salir de este atolladero en el que estamos.
Un comportamiento demasiado usual de bastantes seres humanos es el ponerse a quejarse –a protestar, vamos– cuando arrecian las dificultades, antes incluso de mirar a su alrededor a ver de lo que se dispone. Está bien, pues: ¿Qué es lo que tenemos a nuestro alrededor?
La equipación
En el segundo párrafo de este escrito hemos dicho algo fundamental, que tal vez haya sido pasado por alto por el lector: Que nuestro barco estaba completamente equipado. Trae los juegos de cabos, de velamen, de útiles para manejar las velas; las luces necesarias para navegar con niebla o de noche; un equipo de radio (2), radar y sonar, Libros con nombres extraños como “H-229” y un Almanaque Náutico, lleno de tablas de números. Ah, y un reloj de precisión con una hora extraña, como la de las 03:53 de la madrugada (3). Pero no hallamos un GPS.
Disponemos de comida y agua suficientes, de un camarote dotado con elementos de abrigo, una mesa y una cama. Y por fin en la cabina de pilotaje, hallamos Cartas Náuticas (4) y elementos de dibujo, y al lado de la bitácora (5) en un estante, de una caja de plástico de dimensiones medianas en la que pone en su cara mayor “Mark-25/26”.
La caja está sellada con una junta de goma para hacerla hermética al agua. Al abrirla, en su interior encontramos… un sextante, con las instrucciones para usarlo.
El sextante
¡Un Sextante! ¿Y qué es eso? Básicamente, un instrumento para medir ángulos verticales y horizontales. Nada más y nada menos. Pero en la caja, está un librito titulado “Instrucciones para el uso del sextante”. ¿Qué vamos a medir nosotros en este desierto acuoso en el que nada hay?
Al leer el libro de instrucciones, poco a poco vamos entendiendo que habíamos pasado por alto todo. Que el lugar en el que nos hallamos había muchas cosas, muchísimas, para ayudarnos a poder saber dónde estamos y a poder ir de forma segura hacia un puerto seguro.
La primera, el Sol que nos alumbra y al que damos siempre por supuesto. Y la Luna.
Y las estrellas…
No, lector, no pretendo que, como ya dije, esto sea una charla introductoria a la navegación marítima, que no lo es, sino lo que pretendo es trazar una analogía entre la navegación marítima y nuestra propia vida.
¿Quién soy yo?
Y es cierto; en algún momento de nuestra existencia acabamos preguntándonos ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué hago aquí? Y la que más nos impacta, que parecemos suponer por experiencias de otros: ¿Hacia dónde voy, hacia la muerte?
De la misma manera que el que no ha navegado, puede llegar a obviar hasta el Sol que le alumbra, aquel que se halla perdido en la existencia puede llegar a obviar detalles, señales, instrumentos que puede usar para hallar respuesta a sus preguntas Y la analogía del Sol es antigua. Tanto, que los griegos, como Aristóteles y Platón comparaban al Sol como el protoarjé, el símbolo del principio de todas las cosas: El NOY∑ o NOUS.
Dentro de cada ser humano existe un principio de guiado interior que ya hubieran querido poseer los navegantes de todos los tiempos. Sí, nos ayuda a ir de un sitio a otro sabiendo dónde estamos; pero sus efectos actúan sobre nuestra moralidad. A este principio algunos le llaman “Consciencia”. Y puede representar mucho más que un comienzo.
Existe una pequeña poesía expuesta en una Escuela Naval y en muchísimos otros lugares, que dice:
[su_note note_color=»#caecef» text_color=»#401919″ radius=»8″]“El que no sepa rezar, que vaya por esos mares y verá que pronto aprende sin enseñárselo nadie.”[/su_note]
La navegación del alma
En los mares de la vida, ya a las borrascas no se las considera tales, a menos que atenten contra nuestros propios deseos, e incluso contra nuestro propio egoísmo. Sin embargo, hay borrascas, y galernas, que a veces vienen a nosotros y a veces nosotros mismos vamos buscando. En ocasiones, incluso, nosotros mismos somos la borrasca para otros.
Y navegamos, impulsados por el dolor, por el resentimiento, por nuestros peores instintos. Y navegamos entre las altas olas y a través de las noches oscuras o llenas de niebla. Y navegamos ciegos porque ignoramos al Sol y a las estrellas; porque no tenemos siquiera un punto de referencia en el que apoyarnos para poder trazar un rumbo. A veces, un golpe de mar demasiado fuerte nos avería la nave y nos deja varados en el agua a merced de los elementos.
¡Si tan sólo aprovechásemos esos momentos de incapacitación para abrir la caja del sextante y al menos leer las instrucciones! Si por lo menos fuésemos capaces de ver que estamos inmersos en un enorme océano y que por nosotros mismos difícilmente hallaremos un rumbo…
No se nos pide que naveguemos más veloces, ni que dominemos a las olas más grandes; lo que la felicidad nos demanda es que al menos leamos las instrucciones; que pidamos la necesaria ayuda si nos vemos imposibilitados y en suma, que seamos capaces de pararnos a escuchar y a mirar, más que a ver. A ver, ¿qué?
El Sol. La Luna…
…y las Estrellas…
1 Lo cual es algo discutible: Desde donde nos hallamos, tampoco sabemos cómo está la costa, si hay arrecifes, bancos de arena, acantilados, etcétera.
2 Que, por cierto, no nos va a ser muy útil si contactamos con otro navío y éste, lo primero que nos dice es “Entendida y recibida su solicitud de auxilio. Navegamos hacia su nave a toda máquina. Díganos por favor Dónde esta usted” y lo único que somos capaces de responder es: “Estooooo…. ¿En el agua?”
3 La cual no es sino la hora UTC, normalmente conocida como “Hora de Greenwich”.
4 Que, por cierto también, no nos van a servir de mucho si no sabemos cuál carta usar y como usarla; además, en su mayor parte y sobre todo en alta mar, las cartas sólo muestran espacio vacío (el mar) con indicaciones de cotas de profundidad o algún segmento escaso de costas que no conocemos. Eso sí, tienen datos de coordenadas en todo el borde de la carta, pero de nuevo: si no sabemos que hacer con ello…
5 A grandes rasgos, la brújula de la nave, tamaño extragrande, que está al lado de la Rueda del timón.