Existen tesoros en nuestro interior, que no por estar ahí, son del todo nuestros. Nuestra alma es ajena a las propias alas que atesora y que no conoce hasta que las despliega. Hay por lo tanto un desconocimiento de la riqueza depositada en nuestro interior. Son los tesoros escondidos en el alma
A mi hija Alma, quien me invitó a leer Mosíah 4
En la historia de la iglesia encontramos en Martin Harris un ejemplo de esos tesoros escondidos. Después de perder el manuscrito del Libro de Mormón, Martin solicita a José poder ver las planchas. Recibe esta revelación
«…concerniente al hombre que desea el testimonio:
He aquí, le digo que se ensalza y no se humilla suficientemente delante de mí; mas si se postra ante mí, y se humilla con ferviente oración y fe, con sinceridad de corazón, entonces le concederé que mire las cosas que desea ver.» (DyC 5:23-24)
El deseo ferviente de conocer la verdad de Martin Harris, puede que también sea el nuestro. Las llaves para el conocimiento son las mismas tanto para él como para nosotros. En el versículo 28 las aclara
«a menos que se humille y confiese ante mí las cosas malas que ha hecho, y haga convenio conmigo de que guardará mis mandamientos, y ejerza la fe en mí, he aquí, le digo que no recibirá tal manifestación,» (28)
Antes de ver el brillo de las planchas debemos descender a nuestra alma y descubrir el brillo de la verdad en ella. Enfrentarnos a «las cosas malas que hemos hecho». Veremos entonces, con el alma, lo que el ojo no puede. Cosas que ningún ángel puede mostrarnos; las hojas de nuestra vida que hemos de pasar una a una ante la vista del creador. De esa forma, encontrando la verdad de nuestro interior y hojeándola en oración, nos preparamos para recibir la sabiduría de los cielos.
El hambre del alma
Enfocar la vida con el ojo del alma, requiere familiarizarse con sus paisajes y habilidades. Una de ellas es distinguir su hambre de los simples apetitos.
Martin Harris, hombre acomodado, estaba a punto de tomar un tiempo para viajar por varios meses y dejar la granja al cuidado de alguien. Pero en realidad, estaba hambriento y buscaba en la lejanía de un viaje, la respuesta a un murmullo en su interior. Así como los bebés que lloran por hambre, pero no saben que la tienen, se inician de esa manera a escuchar y reconocer la voz de su cuerpo.
Enós al igual que Martin, sintió eso mismo, pero el no viajó
«He aquí, salí a cazar bestias en los bosques; y las palabras que frecuentemente había oído a mi padre hablar, en cuanto a la vida eterna y el gozo de los santos, penetraron mi corazón profundamente. Y mi alma tuvo hambre…» (Enós 1:3)
¿Cómo supo Martín que los tesoros escondidos del alma, estaban en unas antiguas planchas ocultas? ¿Cómo supo Enós que su alma tenía hambre?
A veces la voz del alma se esconde en sucesos triviales. Pero a menudo notamos un dolor antiguo, que no nos incapacita sino que nos sugiere analizar y meditar. O algo más avanzado, orar:
«…y me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él con potente oración y súplica por mi propia alma» (3)
Esa criatura alada que nos habita desde tiempos inmemoriales, eso que somos, anhela tal como en su juventud primera, vestiduras limpias. Busca más luz y conocimiento de acuerdo a su naturaleza. Y aspira al poder y a la gloria, a semejanza del linaje de donde procede.
A veces lloramos como niños, buscamos lejos o salimos a cazar para acallar su voz, sin embargo, cuidadosamente nos susurra «no solo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová» (Deut. 8:3)
Los tesoros escondidos en el alma
El dolor es un conocimiento sagrado para el alma. Y adquirimos sabiduría cuando dirigimos su impulso hacia el arrepentimiento. No debemos interrumpir el movimiento resultante diseñado por los cielos. Ese movimiento sagrado, quizás sea amargo de seguir. Pero el dolor que empuja a arrepentimiento, también nos dirige hacia la luz y el conocimiento.
Un atribulado Alma nos lo describe «…me vi en el más amargo dolor y angustia de alma» (Alma 38:8) No todos vamos a tener un ángel que nos empuje al arrepentimiento como tuvo Alma, pero todos sin excepción, tenemos como Lehi «a un hombre vestido con un manto blanco» (1 Nefi 8:5) delante de nosotros.
Caminando tras él nos damos cuenta que «[nos hallamos] en un desierto obscuro y lúgubre.» (7) Ese hombre del manto blanco es la voz de nuestra alma, que busca el dolor del conocimiento. Nuestra alma nos lleva a rastras «después de haber caminado en la obscuridad por el espacio de muchas horas» quizás toda una vida, hasta que quizás entendamos su mensaje, que este mundo es realmente un desierto oscuro y lúgubre. Inhabitable para las criaturas aladas como ella.
Como Martin Harris o Enós, a veces buscamos una terapia para la interrupción de su punzante voz. Algo así como ir de compras para dejar atrás esa ansia indefinida, o un recuerdo que nos atormenta.
Identificar ese mensaje doloroso del alma, requiere enfrentarnos al minotauro, una bestia escondida en un laberinto. Requiere encontrar en nuestro laberinto interior, el rostro, a veces terrible, de nuestro hombre natural.
El movimiento sagrado
Por eso el dolor para arrepentimiento es la principal fuente de conocimiento. Porque nos revela la voz del alma que clama para extender sus alas. Este es el principio de toda sabiduría. Sin embargo, el justificarnos por nuestras faltas, es «atarla con unas cuerdas y maltratar» (1 Nefi 18:11) la naturaleza alada de las palabras del alma, dejándonos en medio del mar embravecido sin Liahona.
Siguiendo ese hilo de Ariadna, que es nuestra conciencia, invariablemente seremos conducidos ante la verdad. Al orar y confesar (tales vectores de fuerza pertenecen a ese movimiento sagrado) observamos nuestra alma en los pliegues y rincones del desierto oscuro. Es en esa situación de profundo conocimiento, donde el caminante experimentado «empieza a implorarle al Señor que tenga misericordia de él, de acuerdo con la multitud de sus tiernas misericordias.» (8)
A diferencia aquellos guerreros asediados, bajo el mando de Mormón, insuflaron cierta esperanza en su caudillo pero «su aflicción no era para arrepentimiento…antes bien, maldecían a Dios, y deseaban morir.» (Mormón 2:14) En un asedio semejante, José Smith escucha del Señor «entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien.» (DyC 122:7)
Ese movimiento sagrado de la oración y el dolor para arrepentimiento, despierta en nuestra alma sus facultades ancestrales. El poder de orientarse hacia la luz como las aves en su tránsito a casa.
Un corazón nuevo
El rey David en el salmo 51 implora
«Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve…Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí.» (Sal. 51:7)
David está en la batalla por su alma, ante una gran prueba. Envió a la muerte a Urías para tomar a su esposa Betsabé. David, el que decía «Yo habitaré en tu tabernáculo para siempre; estaré seguro bajo la cubierta de tus alas.» (Sal. 61:4) perdió la voz de su alma, no sintió en su corazón la deriva hacia la oscuridad.
Al pedir a Dios un corazón limpio, esta rogando volver a sentir. A sentir el gozo y el dolor, la voz del alma avisando de las lindes del desierto oscuro. Fue una sencilla historia contada por Natán, la de un humilde hombre que tenía una sola corderita. Otro poderoso «tomó la corderita de aquel hombre pobre y la guisó…» (2 Sam. 12:4). David indignado no se reconocía a sí mismo ante el espejo. Natán, suplantando a la voz del alma le responde «Tú eres aquel hombre.» (7)
El primer conocimiento, principio de sabiduría es saber quién es ese hombre o mujer del que nos habla el alma. Para eso es necesario alentar su voz, cuidarla y atenderla cuando hable.
Aprendemos en el templo a nutrirla con lo eterno. No podemos darle otra cosa que no sean perlas de gran precio. Quizás halladas en el conocimiento profundo del arrepentimiento. Por eso el dolor, tan denostado en este mundo, para los santos es el tacto del alma, un principio de sabiduría. Y, aunque sin buscarlo, aceptamos su cáliz, para que así emulando al maestro algún día bajo sus alas «sujetar a nosotros todas las cosas, reteniendo todo poder» (DyC 19:2)
Los países del alma
La curvatura de este mundo nos impide ver más allá de su horizonte. Esa misma curvatura se reproduce en nuestro interior, no podemos ver más allá del presente, ni de la muerte como última frontera. Las antiguas leyendas de abismos donde acaba la tierra asustaban a los hombres planos, sin la curvatura escondida de la fe. Nuestra alma inmortal pertenece a esos espacios más allá del horizonte, más allá de lo visible. Su reino no es de este mundo, un mundo que negó a su redentor.
Negando a nuestra alma su ciudadanía celestial y su condición inmortal, ésta desespera y manifiesta una tristeza misteriosa para los habitantes de los mundos planos. Negando su infancia anterior, negando su vínculo familiar en los cielos, de hecho negando su existencia, padecemos de una orfandad permanente.
La orografía del plan de salvación, es sencilla en la lejanía. Pero al acercarnos, las montañas y valles de la gran cordillera de la restauración ofrecen lugares de reposo para el alma, ésta encuentra acomodo entre las verdades reveladas. Por lo tanto, caminar por la doctrina de salvación es el sustento del caminante experimentado en los desiertos oscuros y lúgubres.
Así Lehi en su vigilia «mientras iba por su camino…oró al Señor, sí, con todo su corazón»(1 Nefi 1:5) Ese día, recibe una respuesta en la noche cuando sueña, mientras iba por un camino de sombras. Su alma encuentra un hombre con manto blanco que le condujo hacia «un campo grande y espacioso…[allí vio] un árbol cuyo fruto era deseable para hacer a uno feliz.» (8:9-10)
La casa de Israel y sus ordenanzas reproduce en esta tierra la imagen de la casa de los cielos, del hogar añorado. Cultivada en su viña, injertada en el olivo cultivado de Israel, el alma brota en esperanza. La que no existe en un mundo que se rige por el tacto y la vista. Ambos sentidos incapaces de engendrarla.
Las riquezas escondidas en el alma
Al orar y confesar nuestros pecados, cerramos nuestros ojos, pues hablamos desde la matriz del alma. Desde esa oscuridad, semejante a la de Sinaí, nos acercamos «a la densa oscuridad en la cual [está] Dios.» (Ex. 20:21) Buscando el perdón como si fuese la moneda perdida, encontramos mayores tesoros que los buscados «el misterio de Dios, el Padre, y de Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento.» (Col. 2:2-3)
Un desconsolado Mahonri, ante la imposibilidad de ver en el interior de los barcos, implora en oración una respuesta. Surge de su interior la voz de su alma, que lo lleva a la cima de un monte. Allí funde dieciséis piedras transparentes como cristal. Es lo más semejante a la luz que puede conseguir. Digno esfuerzo de ser tocado por el dedo del Señor.
Pero antes de la respuesta, fue la lucha. Perdieron el susurro del alma. La misión encomendada se convirtió en un simple viaje sin destino porque «no se había acordado de invocar el nombre del Señor. Y el hermano de Jared se arrepintió del mal que había cometido, e invocó el nombre del Señor» (Éter 2:14-15) Después de cuatro años, arrepentido y afanado entonces por el alma y por la vida del alma, encuentra en sus alas el camino hacia la cima del monte Shelem.
Al orar y confesar sus pecados, Mahonri recibió no solo luz para los barcos. El encontró la luz del mundo, sí «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo;» (DyC 93:2) Los tesoros escondidos en el alma se revelan ante él de una forma inimaginable.
Pisando el fondo
Acceder a esos tesoros pasa por obtener el primero de ellos, el que tuvo que adquirir Martin Harris, conocer el rostro de su hombre natural haciendo lo que el Señor le pidió «se humille y confiese ante mí las cosas malas que ha hecho, y haga convenio conmigo de que guardará mis mandamientos, y ejerza la fe en mí». De esa forma, al ver el rostro de nuestra naturaleza caída, comprendemos como el pueblo de Mosíah quienes «se habían visto a sí mismos en su propio estado carnal, aún menos que el polvo de la tierra.» (Mosíah 4:2) y ya pisando el fondo de nuestra auténtica naturaleza, elevarnos en alas del alma hacia la redención de nuestros pecados ejerciendo la fe en el Salvador.
Éste es el mayor de los misterios, el mayor conocimiento que podamos obtener en esta vida.
«el que se arrepienta, y no endurezca su corazón, tendrá derecho a reclamar la misericordia, por medio de mi Hijo Unigénito, para la remisión de sus pecados; y ellos entrarán en mi descanso.» (Alma 12:34)
Es la llave de todos los demás misterios, este es el pan del cielo. Sin embargo a veces a cambio de una codorniz, perdemos la voz de nuestra alma que nos invita a arrodillarnos y sumergirnos en la profundidad de sus tesoros escondidos.
«sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;» (DyC 89:19)