Cuando leemos en DyC 124:30 refiriéndose al bautismo por los muertos «porque esta ordenanza pertenece a mi casa…» nos habla de sus dependencias personales. El templo, embajada de los cielos, nos introduce en la intimidad de su morada. En esa sección leemos también «y para vuestros oráculos en vuestros lugares santísimos en donde recibís conversaciones…» (39) Todo esto nos hace pensar que el templo son las habitaciones de los cielos.
Algo que nos llama la atención es el orden de su interior. Es distinto al del mundo exterior. Las jerarquías asumidas en nuestra vida normal, no existen allí. Es algo extraño.
En mi trabajo tengo a varios jefes sobre mí y yo tengo responsabilidad sobre otros. Asumir eso me hace entender las cosas en términos de poder de decisión o de acatamiento. Incluso en la iglesia hay una jerarquía de liderazgo muy definida, aunque sus términos sean distintos a mi trabajo. Pero en definitiva una línea de autoridad.
En cualquier grupo, existe una jerarquía de clases (no oficial, pero de facto). Están los que han sido exitosos y los que no o no lo han sido tanto. Exitosos en el trabajo, en la economía o en la familia. Y aunque no se promulga o alienta, en nuestro interior, nos situamos en el lugar que nos corresponde de forma natural.
En el templo no encontramos eso. La sociedad que existe allí es extraña. Son indistinguibles estos aspectos entre sus habitantes. Es como experimentar la muerte de una parte nuestra. Digamos que morimos en la entrada y pasamos despojados de todo a su interior. Una vez cruzamos la puerta, sólo llevamos nuestra recomendación. Todas idénticas, no hay recomendación visa-oro. No hay mención a cargo o llamamiento. Todo nuestro status, se simplifica en el alma de una persona.
La sociabilidad de los cielos
Cuando leemos que «la misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí, existirá entre nosotros allá…» (DyC 130:2) podemos inferir que la sociabilidad más parecida a la de allá, no es la que existe en nuestro trabajo, ni siquiera en la iglesia (que está influida por el mundo donde habita) sino la del templo. Porque éste no pertenece al orden del mundo sino a su casa. Estudiar este aspecto de su interior es acceder a los cielos por el ojo de una cerradura.
El templo, embajada de los cielos
No entramos a los templos, sino que somos admitidos en ellos. Eso muestra que el acceso es semejante a cruzar la frontera de otro país. Vamos a un lugar que no pertenece a nuestra experiencia cotidiana. Así como las embajadas, que están en suelo del país anfitrión, sin embargo gozan de su soberanía. No pertenecen al ordenamiento que existe fuera de su sede. De la misma manera, al ser admitidos en los templos pasamos a la «soberanía» de su casa, aun siendo en este mundo donde se edifican.
De forma semejante, en el templo, embajada de los cielos, necesitamos una recomendación avalada por el obispo. Certifica que aceptamos las leyes de su interior y que nuestra conducta va de acuerdo a los requisitos. Este protocolo nos transmite la imagen de otro semejante en los cielos: donde aquel sin los requisitos «…no se podrá aceptar allá, porque los ángeles y los dioses son nombrados para estar allí, y no podrán pasar más allá de ellos…» (DyC 132:18)
El momento donde conectan el mundo de fuera y el de dentro lo vemos al entregar nuestra recomendación en la recepción del templo.
Pasado ese trámite, el mundo de fuera desaparece. Nuestra posición en la escala de poder se evapora, la apariencia deja de importar. Nuestros llamamientos no cuentan. Nos regimos por el tiempo de las ordenanzas- El espacio de nuestro interés se extiende al futuro como el de Abraham «para el beneficio de [nuestra] posteridad que vendrá después de [nosotros]» (Abraham 1:31). Al pasado también «con Elías el Profeta, al que he encomendado las llaves del poder de volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres» (DyC 27:9)
Todo empieza una vez admitidos y al dar un solo paso más allá del mostrador.
La importancia de nuestro cuerpo
La importancia del cuerpo en la teología de la restauración es sorprendente. Cuando la mayoría lo considera una fuente de pecado o «la cárcel del alma» tal como enseñaba Platón, nosotros decimos que Dios tiene uno. Creo que somos únicos en eso.
En los templos el cuerpo es la herramienta de trabajo. Sin ellos, no podría hacerse nada. Y resalto esto. La obra del templo no es virtual, hay un empeño muy serio en materializar todas las ordenanzas. El mismo afán del Padre en que tomásemos un cuerpo en un mundo físico. No son actos para grupos o colectivos de antepasados. Sino para cada uno. Uno a uno. Sus rituales e instrucciones se administran para cada individuo vivo o muerto.
Esta ministración no es solo mental, sino también corporal porque «espíritu y elemento, inseparablemente unidos, reciben una plenitud de gozo; y cuando están separados, el hombre no puede recibir una plenitud de gozo.» (DyC 93:33-34) Un concepto novedoso para la mayoría.
La obra vicaria, nos permite aprender de nuestro cuerpo, ya que esté muestra en la realización de las ordenanzas, más conocimiento del que podemos comprender. De esa forma, sentimos agradecimiento al poder observar en nuestro cuerpo la forma de su salvación y leer sus escrituras en nuestras coyunturas. De esa manera, se permite expresarnos en sus ordenanzas y extender nuestra luz en el espacio.
Nuestra memoria se asocia a lo que hacemos formando un tapiz que se extiende, solo en nuestro interior y «engalana nuestros pensamientos incesantemente» (45)
Todo esto sucede con nuestro cuerpo y de hecho a veces la inspiración llega «mas si fue en el cuerpo o fuera del cuerpo, no puedo decirlo.» (DyC 137:1) tal es la intimidad de éste con el aprendizaje.
La materia divina
El templo muestra en su diseño una aceptación completa del cuerpo. Hay un comedor, vestuarios, servicios (muy limpios) jabón, toallas, ropa… Esto demuestra que la sociedad de los cielos contempla la totalidad de lo que somos con franqueza y naturalidad. Teniendo asumido el cuerpo como algo divino y admirable. El templo y la sociedad de los cielos elevan la materia a lo celestial.
El pudor en la vestimenta nos recuerda que también hay una censura en el cosmos y sus enigmas. La divinidad está vestida. Y así como en la ordenanza del matrimonio nos inicia a desvelar sus misterios, las demás ordenanzas nos enseñan poco a poco que «el misterio de la divinidad, ¡cuán grande es!» (DyC 19:10)
Los movimientos en su interior
En DyC 121:46 leemos de un movimiento celestial«…tu dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás.«. Este movimiento tan avanzado no se encuentra en el exterior. En nuestro mundo todo debe ser compelido o empujado hacia nosotros si queremos tener dominio. Cuando suena el despertador por la mañana, nos está diciendo sabiamente «hora de empujar tu destino».
Los movimientos en el interior del templo son fluidos porque pertenecen al orden de una sociedad celestial y a la soberanía en su embajada. El liderazgo en su interior es ligero, distinto al de fuera. Todo opera como una extensión de nuestros deseos. Se cumple en su interior una versión suave del principado. Todo y todos en el templo están al servicio de nuestro dominio y no hemos de empujar para que fluya hacia nosotros.
Allí el menor de todos se siente vital. Porque nuestro dominio es eterno, al administrar las ordenanzas de salvación a nuestros antepasados. Cada uno de los asistentes es un nudo de poder donde confluyen los intereses de miles de familiares que dependen de nuestro principado y su administración. Esa sensación tan distinta a la de fuera, donde las jerarquías de poder nos sitúan irremediablemente en el nicho que nos corresponde, desaparece en el templo. En su lugar aparece poco a poco «una confianza [fortalecida] en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio [destila] sobre [nuestra alma] como rocío del cielo.» (45)
En ese principado de su interior, nuestro camino se asemeja al suyo «cuya vía es un giro eterno» (DyC 35:1). Así nuestra actividad orbita una y otra vez alrededor de las ordenanzas por cada antepasado. En cada una de esas revoluciones, vez tras vez, «perseverando en Dios, recibimos más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto.» (DyC 50:24)
La estela de Abraham
Aunque trabajamos en compañía de otros realizando tareas semejantes, no obstante estamos solos ante la siega de las estrellas. Un cielo de miles de millones de ancestros. Porque el templo nos sitúa frente al cosmos de Abraham y nuestros pasos se apoyan en el «pavimento de oro puro del color del ámbar» (102:2), que son las ordenanzas de la casa de Israel. Su cometido no solo es «alumbrar a los de la casa», sino también a «la inmensidad del espacio» (DyC 88:12)
Al venir de nuestra moderna tierra de los caldeos, entramos en el templo porque «buscamos otro lugar donde morar» (Abraham 1:1), en el fondo todos «confesamos que somos extranjeros y peregrinos en la tierra» (DyC 45:13). Instintivamente, como criaturas en tránsito, sentimos la orientación silenciosa que nos lleva hacia «la piedra de donde fuimos cortados y al hueco de la cantera de donde fuimos arrancados.» (Isa.51:1)
En la cantera de Abraham, aquellos que desembocan en las salas del templo son a los que Lehi vio probar el fruto del árbol. Estos hallan «que hay mayor felicidad, paz y reposo para ellos, buscando las bendiciones de los padres, y el derecho al cual deben ser ordenados»(2). En esa sociedad de los cielos, están invitados a «ser el poseedor de gran conocimiento, y ser un seguidor más fiel de la rectitud, y lograr un conocimiento mayor,» (2)
Se nos prepara para [ser padres y madres de muchas naciones, príncipes de paz,] (2). Al igual que Abraham, en la obra vicaria, los considerados débiles en la moderna tierra de los caldeos, se sitúan a la cabeza de su generación. Son los que anhelan «recibir instrucciones y guardar los mandamientos de Dios» (2). Buscan la legitimidad de los cielos «a fin de administrarla» (2)
Labrando el principado
Cuando leemos en casa o en la iglesia «Ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero;» (DyC 121:41) entendemos su significado relacionado con nuestro entorno.
Pero, estimado lector, si leemos esto mismo en el templo ¿Cómo lo entendemos? ¿igual?
En su atmósfera de silencio y reflexión podemos percibir los acordes suaves de una forma diferente de entender las escrituras. Hay una «realidad aumentada» dentro de sus paredes a la que se accede si abandonamos nuestros tesoros y joyas en Jerusalén. Esto es, olvidando el modo de entender de los modernos caldeos. Abraham tuvo que abandonar Ur, Lehi Jerusalen y nosotros el mundo cotidiano para extender nuestra tienda en la embajada de los cielos.
Ningún poder, ni aun el suyo, se puede mantener sino por persuasión, por longanimidad, mansedumbre y amor sincero. Esa es su honra. Por eso su dominio «sin ser compelido [fluye] hacia [él] para siempre jamás» (46). Su amor sincero brilla en la oscuridad «y alumbra a todos los que están en [la] casa.» de la creación (Mt. 5:15). Él deja que su luz brille delante de las inteligencias grandes y pequeñas, y ven sus buenas obras y glorifican al Padre que está en los cielos (16). El poder de su palabra, radica en la lealtad de sus aliados eternos, como la luz y la verdad. Todos se maravillan ante su conocimiento y benignidad.
Por su persuasión y mansedumbre todas las creaciones, que estaban en un principio «sin forma, y vacías» (Moisés 2:2) fueron llevadas desde la haz del abismo hasta la luz. Ellos, pacientemente «vigilaron aquellas cosas que habían ordenado hasta que obedecieron.»(18) y «demostrando mayor amor hacia el que [habían corregido]» (121:43)
Una tierra extraña
En el templo podemos obrar en esta clave. Pero solo si lo reconocemos y abandonamos la tierra de los caldeos, aun cuando nos lleve «de la casa de [nuestro] padre y de toda [nuestra] parentela» (16). Sí y nos guíe a las ordenanzas de su casa, como neófitos «a una tierra extraña de la cual nada sabemos».
Es cuando Abraham acepta los términos del convenio con Jehová, cuando en realidad entiende la cosmología del Señor y el convenio que realiza con él. Convenio traído de vuelta el 3 de Abril de 1836 en el templo de Kirtland.
El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora…
La resurrección es mucho más que reunir un espíritu a un cuerpo… La resurrección es la restauración que vuelve a reunir lo “carnal por carnal” y lo que es “bueno por lo que es bueno” (Alma 41:13)”.
Cierto Elizta, gracias por tu comentario
“El espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma”.